2/4/08

LAS INDIAS NEGRAS, de JULIO VERNE


Me ha sido muy difícil seleccionar un solo texto, así que voy a colgar con el que mas identificada me siento, y no sólo por el nombre de la protagonista...

"Entraron en el Parque del Rey, y después, subiendo siempre, atraversaron Victoria‑Drive, magnífico camino circular, que sirve para ca­rruajes, y que Walter Scott se feli­cita de haber consignado en algu­nas líneas de una novela.
El pico Arturo, no es realmente más que una colina de setecientos cincuenta pies de altura, cuya ais­lada cima domina los alrededores. En menos de una hora y por un sendero que lo rodea y hace fácil la ascensión, subieron a la cabeza de aquel león, que representa el pico Arturo, cuando se mira desde el Poniente.
Allí se sentaron los cuatro, y Jacobo Starr, siempre dispuesto a ci­tar al gran novelista escocés dijo:
‑He aquí lo que ha escrito Walter Seott, en el capítulo 8º de la Prisión de Edimburgo: “Si yo tu­viese que elegir un sitio desde don­de ver la salida y postura del sol, sería precisamente éste.” ‑Espere­mos, pues, Elena. El sol no ha de tardar en salir, y podrás contem­plarle en todo su esplendor. (...)
Ya empezaba a dibujarse en el horizonte una línea blanca, con matices rosados, sobre un fondo de ligeras brumas. Algunas nubecillas perdidas en el cenit, fueron heridas por el primer rayo de luz. Edim­burgo se distinguía confusamente al pie del pico Arturo, en la calma absoluta de la noche. Algunos pun­tos luminosos rompían aquí y allá la oscuridad. Eran las luces que iban encendiendo los vecinos de la antigua capital. Por detrás, hacia el Poniente, el horizonte cortado por siluetas caprichosas, presentaba una serie de picos en cada uno de los cuales iba a encender un punto de fuego el primer rayo del sol.
El perímetro del mar se dibujaba más claramente al Este. La escala de los calores se disponía poco a poco en el mismo orden que tie­nen en el espectro solar. El rojo de las primeras brumas iba por gra­duación hasta el violado del cenit. De segundo en segundo, aquella paleta inmensa se hacía más viva; el color rosa se convertía en rojo, y el rojo en fuego. El día empeza­ba en el punto de contacto del círculo de iluminación con la cir­cunferencia del mar.
En aquel momento las miradas de Elena recorrían el espacio desde el pie de la colina hasta Edimbur­go, cuyos cuarteles empezaban a separarse por grupos: elevados monumentos o algunos campanarios atravesaban el espacio, y se iban perfilando poco a poco. Se espar­cía por el ambiente una especie de luz cenicienta. Por fin llegó a los ojos de la joven el primer rayo. Era ese rayo verde, que en la sali­da y postura del sol, brota del mar cuando el horizonte está puro.
Medio minuto, después, Elena se levantó y señalando un punto que parecía dominar las alturas de la población exclamó:
—¡Un fuego!
—No, Elena, respondió Harry, no es un fuego. Es un reflejo de oro que pone el sol en el monumento de Walter Scott.
Y en efecto el extremo del mo­numento a la altura de doscientos pies, brillaba como un faro de primer orden.
Era ya de día. El sol apareció. Su disco parecía húmedo como si realmente hubiese salido del mar ensanchado al principio por la refracción, fue disminuyendo hasta tomar la forma circular. Su resplandor, que se hizo insostenible en seguida, era como el de la boca de un horno encendido que hubiese agujereado el cielo.
Elena tuvo que cerrar los ojos; y tuvo también que poner la mano sobre sus delgados párpados. (...)
Al través de la mano, Elena per­cibía aún una luz rojiza que iba blanqueándose a medida que el sol se elevaba sobre el horizonte. Sus ojos se iban acostumbrando gradual­mente. Por último los abrió y se impregnaron de la luz del día.
La piadosa joven cayó de rodi­llas exclamando:
—Dios mío ¡qué hermoso es vues­tro mundo!
En seguida bajó los ojos y miró, a sus pies se desarrollaba el panorama de Edimburgo; los barrios nuevos y alineados, el montón con­fuso de las casas, y el caprichoso laberinto de las calles de Auld­Recky. Dos alturas dominaban este conjunto; el castillo sobre su roca de basalto, y Calton‑Hill, sostenien­do en su cima redonda las ruinas modernas de un monumento griego. Desde la ciudad al campo radiaban magníficos caminos con árboles. Al Norte un brazo de mar, el golfo de Forth cortaba profundamente la costa en la cual se abría el puerto de Leith. Por cima, en tercer tér­mino, se desarrollaba el pintoresco litoral del condado de Fife. Una vía recta como la del Pireo, unía el mar a esta Atenas del Norte. Al Oeste se extendían las bellas playas de Newbauen y de Porto‑bello, cuya arena teñía de amarillo las primeras olas de la resaca. Algunas chalu­pas animaban las aguas del golfo, y dos o tres buques de vapor arro­jaban al cielo un cono de humo negro. Más allá verdeaba la inmen­sa campiña, y pequeñas colinas rompían la línea de la llanura. Al Norte los montes Lomond, y al Oes­te el Ben‑Lomond y Ben‑Ledi re­flejaban los rayos solares, como si sus cimas estuviesen cubiertas de eterno hielo.
Elena no podía hablar. Sus la­bios no murmuraban más que pala­bras vagas. Sus manos temblaban: sentía vértigos; y por un momento le abandonaron sus fuerzas. En aquella atmósfera tan pura, ante aquel espectáculo sublime, se sen­tía desfallecer, y cayó en los bra­zos de Harry, dispuestos para reci­birla."

Capítulo XVII_ la salida del sol

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